Apuntes Perdidos
Por: Marco Antonio Domínguez Niebla
Hace tan poco eran otros los nombres, otras las expectativas. La rivalidad al punto más alto entre los equipos novatos del circuito, la Tercera División. De aquellas directivas que iniciaron en octubre poco queda. De las rencillas surgidas al calor del prematuro clásico local, tampoco. El tiempo ha ido asentando a los protagonistas. Muchos de los iniciadores ya no están. Y los que se desafían públicamente, al igual que los que se mantienen y todavía sienten escalofríos al escuchar el nombre del vecino, tendrán que cambiar las actitudes si quieren seguir dentro del proyecto. Sí: el proyecto. Así en singular. En unos días más habrá de circular, oficialmente, la noticia. Los Diablos- Pescadores o los Pescadores-Diablos. Segunda o Tercera División. O Segunda y Tercera División. Los directivos de ambas organizaciones, antes rivales y ahora a punto de convertirse en aliados, habrán de definir tantos detalles.
Disculpe el tiradero. Como cada año, es preciso encontrar algún espacio disponible porque no hubo reservación. Por eso subimos a la cabina de radio (si es que a eso se le puede llamar cabina de radio). Cuando llegamos, un señor nos miró, amable, y nosotros, los dos reporteros, lo vimos, incrédulos, antes de responder al saludo. Después compartió a nuestro lado las nueve entradas en esa instalación ruinosa, sin siquiera un foco que alumbrara la penumbra. Que la prensa no tuviera un lugar específico para ver un juego de Marineros y sus representantes tuviéramos que refugiarnos en esa zona de desastre, no fue noticia. ¿Pero él? A final de cuentas fue una experiencia gratificante. No todos los días puede uno ser compañero de butaca de un señor de esos, con tanto beisbol visto. “Hasta luego, mucho gusto”, dijo antes de marcharse. Nuestra despedida fue en los mismos términos hacia el hombre de confianza de Roberto Mansur en la cúpula de Diablos Rojos: “hasta pronto, señor Castellón”.
Sin evidencia, señor goleador. Cuando me sentía goleador en las tardes de recreo, quería ser como él. Incluso aprendí a pegarle de zurda, para pegarle como él cuando vestía de crema o de azul o de rojo. Imitaba y tenía estudiado hasta su andar cuando las lesiones empezaron a dañar sus rodillas. Tantos años después lo encontré frente a frente: “me permite, señor Manzo”. “Sí, claro”, respondió ya no como goleador de Cruz Azul sino como directivo de Cruz Azul. Nunca falla, en estos casos. La grabadora, durante la entrevista con Agustín, mi ídolo de infancia, no grabó.
Promesas rotas. Para cumplir la promesa caminé sin mirar a ningún lado y con el celular apagado, por supuesto. Miré el reloj y calculé. Andarían a la mitad del trayecto. El valor de juventud dio paso a uno de esos temores que llegan con los años, así como a la incapacidad de enfrentar con valentía (como lo hacen tantos otros y como lo hacía yo hace tan poco) el trance que significa esa hora y media de batalla en la que uno de los combatientes despierta en mí un amor inexplicable, capaz de arruinar o componer todo en dependencia de un resultado. Alrededor, ni exclamaciones ni murmullos que supusieran pista alguna de lo que acontecía hasta ese momento. La paciencia, sin embargo, duró casi una hora. Poco menos. Y es que la promesa, consistente en desconectarme por 90 minutos de ese mundo que me tiene como poseído desde que cumplí seis, se desvaneció cuando giré la mirada hacia el interior de un bar en cuyo televisor se debatían rojiblancos y amarillos. Entonces fue inevitable el vistazo sobre una de las esquinas del monitor, justo ahí donde las televisoras acostumbran informar el marcador de los partidos de futbol: Gua 0-2 Ame. Minuto 55. También el resto fue inevitable. “Una cerveza, por favor” para refrescar la tensión vivida del minuto 55 al 92, sin parpadeos ni distracciones y con toda la atención puesta en esa pantalla donde, poco más tarde, llegaron el tercero y el cuarto festejo. “Otra, por favor”. Va por esos de amarillo. Al diablo con las promesas.