Cada vuelta de hélice disminuye la distancia
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Cada vuelta de hélice disminuye la distancia

TIJUANA BC - domingo 6 de julio de 2025 - Federico Campbell .
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Por Federico Campbell 

Imagen con el poeta jalisciense Rodolfo Naró

TIJUANA 1 JULIO 1941-CDMX 15 FEBRERO 2014.- Era una costumbre muy antigua ésta de irme al aeropuerto. En otra época hacía la misma excursión en bicicleta; me pasaba las horas de la mañana remontando las colinas de Tijuana y gran parte del día viendo los aviones en la gran meseta donde el aeropuerto fue construido. Nunca invité a nadie conmigo. Me gustaba hacerlo solo. Con nadie tampoco compartía la alegría que me proporcionaba ese pasatiempo solitario.  

Durante todos esos años llegaban aviones pequeños, de dos alas. Luego fui conociendo modelos más nuevos, unos DC-3 cargueros que transportaban mariscos, y ví llegar los primeros de propulsión a chorro. Sobre la línea internacional, invadiendo distraídamente los espacios aéreos de ambos países, también circulaban parejas de cazas militares de la NAVY que dejaban vibrando los cristales de las ventanas y adoloridos los tímpanos.

Ver llegar y despegar los aviones me fijaba de tal manera en el suelo que mi vista y todo mi cuerpo entraban en una suerte de parálisis momentánea, como si el zumbido de los aparatos me absorbiera y retrotrajera de lo espasmódico al silencio. Los veía perderse, escurrirse en el cielo detrás de un chorro negro o aterrizar contra la pista como si fueran gigantescas gaviotas. Las pocas veces que viajé en un avión, unos días antes de que muriera mi padre o en la improvisada carlinga de una avioneta fumigadora, sentí el pánico. Siempre traté de dormir durante el vuelo, pero era imposible. Al fingir que dormía, experimentaba el sentimiento de ser atraído, de estar suspendido en el aire, a flote o inmerso dulcemente en una alberca tibia, en la placenta de mi madre, a buen resguardo gracias a los cuatro motores y a la cabina de mando que me cargaban y mecían e impedían la caída de mi cuerpo en el vacío. Con ese sueño falso apoyaba la frente contra la ventanilla y veía cómo mi cuerpo y el cuerpo del avión irrumpíamos en las nubes y me parecía que volar sobre un campo de motas de algodón en nada me salvaría de la catástrofe.

Tuve la ocurrencia de que podía morir y de que hasta ese momento no había logrado arraigarme en ninguna parte. El hecho de volar me ponía frente a un riesgo que no dependía de mí y que, sin poder hacer nada por evitarlo, me resultaba atractivo. Dejaba que fluyeran en mí estos pensamientos mientras reconocía a la vez que el vuelo era un estado estacionario, una suspensión que alimentaba mi ociosidad y me permitía jugar con presentimientos no desconocidos por mí en tierra firme: apostar a ciegas, regodearme en la sensación de que al huir del peligro real que comporta la vida de hombres más audaces y menos cobardes que yo lo único que lograba era meditar en mi condición pasiva y en mi torpeza vital, en mi exceso de precauciones y en mi miseria. Pero, de cualquier manera, no me atormentaba demasiado ese relajamiento fantasioso de volar y creerme ante un ridículo peligro de muerte. La última vez que volé ví las nubes y luego los espacios claros de la costa, los acantilados y las dunas, las montañas amarillas, los cerros rojos. Ví el ala metálica del avión fijamente y dejé que el zumbido de las hélices me adormeciera, pero nunca recordé el rostro de los pasajeros que viajaban conmigo.

*.- El autor de Tijuanenses (1989) publicó estos relatos sobre la infancia y adolescencia en Tijuana de don Federico Campbell que ahora AFN resalta al conmemorar el 84 aniversario de su nacimiento en esta ciudad fronteriza.

Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor.

 

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