Por: Hugo Alfredo Hinojosa
CIUDAD DE MÉXICO 28 DE MAYO DE 2025.- Hace un par de años, escribí una reflexión en torno a no votar y eliminar ese supuesto deber ciudadano [https://shorturl.at/Egoxd y https://shorturl.at/aJMvw]. Como era de esperarse, las críticas emergieron aduciendo una falta de ética de mi parte al promover la inacción política, el supuesto ejercicio ciudadano de cara a la democracia. En su momento entendí las diatribas e intenté discernir entre las opiniones que valoraban la decisión ciudadana del voto en la vida política del país y otros comentarios que apreciaban más la experiencia histórica de vivir unas elecciones cada periodo, sin comprender del todo las posturas y propuestas de los candidatos presidenciales en su momento; otros más me llamaron irresponsable y puedo aceptarlo.
Lo que no puedo aceptar es el vacuo discurso auspiciado por las narrativas populistas a ultranza [tanto de izquierda como derecha] que no se ha modificado durante el último medio siglo por lo menos: bienestar, legalidad, seguridad, estabilidad, equidad, etc. La política en su médula responde a una sola cultura universal y tradición cimentada en el absurdo de la repetición de los mismos conceptos. En ese sentido, no existe una sola figura política que ofrezca un cambio a la estructura popular y democrática en el mundo.
Hace un par de décadas, el escritor estadounidense David Foster Wallace, conocido por su literatura cínica, escribió que “en realidad, no existe el no votar: o se vota votando, o se vota quedándose en casa y multiplicando tácitamente el valor del voto de algún ciudadano idealista”. Comparto este punto de vista, sobre todo porque, en
México, la democracia se encuentra en una encrucijada delicada, suspendida entre el ideal de un sistema participativo y la frustración de una realidad que decepciona y que no mitiga ni la pobreza ni la violencia.
La clase política y cierta parte de la ciudadanía, con su retórica incesante, ha insistido durante años en un mensaje que resuena como un mantra: “voten, participen, sean parte del cambio”. Este llamado se refrenda en cada elección presidencial, legislativa o municipal, como si el simple acto de cruzar una boleta pudiera resolver los problemas estructurales del país. Cada trienio y sexenio se generan campañas de comunicación que intentan concientizar a la ciudadanía para ejercer el voto, y no conozco una sola campaña exitosa en este sentido, porque éstas se limitan a difundir información y no a responder preguntas del pasado que contrasten con el presente y generen la catarsis participativa necesaria en las comunidades.
Así pues, hoy, al enfrentarnos a las elecciones para el poder judicial “donde todos debemos participar”, el discurso cívico ha dado un giro inesperado. Ahora, tanto algunos sectores políticos como una ciudadanía agotada parecen coincidir en un nuevo lema: “no voten, absténganse, cuestionen el proceso”. Este cambio no es casual, revela una contradicción profunda que nos obliga a preguntarnos: ¿se vota históricamente por una auténtica necesidad democrática o solo cuando conviene a los intereses del momento [partidistas o no]? La respuesta no es sencilla, pero merece un análisis. El argumento de la clase política de oposición para el proceso del Poder Judicial es que no debemos votar por personajes de dudosa calidad moral, de quienes no se conocen bien a bien sus proyectos de procuración e impartición de la justicia y que, además, serán herramientas de manipulación del estado. En ese sentido, no existe ninguna diferencia real con los protagonistas de los comicios normales, lo cual es paradójico. Siempre existe la dudosa procedencia. Lo que es verdad es que no tendríamos por qué seleccionar por voto popular a los personajes encargados de gestionar la justicia del país.
Ahora bien, el abstencionismo, lejos de ser una muestra de indiferencia, siempre puede leerse como un gesto de resistencia y ahora más una postura ética ante un sistema que no merece nuestra confianza ni nuestra participación. La democracia, en su estado actual, por lo menos en México, no parece ser un instrumento de cambio genuino, sino una estructura que sostiene el poder de unos pocos como siempre ha sido, solo que, curiosamente, hoy se reduce más el espectro de la democracia a partir de un ejercicio que debilitará el sistema general de gobernanza en lugar de promoverlo.
La gran mayoría de los candidatos a formar parte de las instituciones del Poder Judicial generan rechazo por el manto de irregularidades que arrastran sus figuras, desde plagios académicos, invasiones a predios, malversación de fondos, hasta relaciones con el crimen organizado. Votar en estas condiciones podría interpretarse como un aval de los mexicanos a un mecanismo desgastado, un ritual que nos convierte en cómplices de nuestra propia exclusión. En el caso específico de las elecciones judiciales, esta idea adquiere un peso aún mayor: ¿qué sentido tiene elegir magistrados, si el proceso está diseñado para perpetuar una dinámica fraudulenta? Esta reflexión no busca caer en el pesimismo fácil, es una invitación a enfrentar la realidad sin filtros. Así, el abstencionismo emerge como una forma silenciosa de decir “no más”, un rechazo a legitimar un juego amañado.
Curiosamente, tanto ciudadanos desencantados como ciertos actores políticos —que antes defendían el voto como un deber incuestionable— hoy convergen en esta postura frente a las elecciones judiciales. La reforma que propone elegir a los magistrados por voto popular, presentada como un “avance hacia la democratización”, ha generado una ola de rechazo que une a aliados improbables: quienes ven en el no-voto una protesta sincera y quienes lo aprovechan como una estrategia para mantener el control político que no poseen más.
Aquí radica el núcleo del problema: la clase política ha predicado el voto como un pilar sagrado de la democracia, pero cuando las reglas cambian, son hoy los primeros en darle la espalda al proceso. En las elecciones generales, el mensaje es claro y uniforme: votar es la base de la representatividad, el camino hacia un futuro mejor. Los partidos invierten fortunas en campañas, saturan las calles con propaganda y apelan al orgullo nacional para movilizar a las masas; sin embargo, en el terreno judicial, la historia es diferente. Algunas personas afirman “Es un montaje”. “Los candidatos no representan al pueblo”, argumentan. Y la ciudadanía, harta de engaños, les da la razón. El poder judicial, con su capacidad para aplicar leyes y limitar los excesos de otros poderes, es un elemento crucial en el equilibrio político.
Frente a este diagnóstico surge una pregunta inevitable: ¿y si el voto, incluso en un sistema imperfecto, sigue siendo una herramienta necesaria? Quienes defienden la participación sostienen que abandonar las urnas no debilita el statu quo, sino que lo refuerza. Si los ciudadanos renuncian a elegir a los magistrados, el poder judicial no desaparecerá, simplemente permanecerá bajo el dominio de quienes buscan manejarlo a su antojo. ¿Habría entonces que acudir a las urnas para expresar la inconformidad mediante la anulación del voto?
El verdadero desafío no está en el acto de votar o no votar, sino en aquello que lo rodea. Las elecciones judiciales, tal como están concebidas, son una democracia a medias: candidatos desconocidos, campañas vacías y una ciudadanía desorientada. Para que el voto tenga sentido —y no sea solo una conveniencia política—, se necesita un proceso robusto: selección transparente de candidatos, debates accesibles, información clara y tiempo suficiente para evaluarlos. Sin estas condiciones, tanto la participación como la abstención son gestos vacíos. Lo cierto es que, a final de cuentas, no debería existir un proceso popular para elegir al Poder Judicial que se instituye en la formación académica y en la experiencia profesional.
México no requiere más discursos sobre la obligación de votar ni más justificaciones para la indiferencia. Lo que hace falta es una sociedad que mire de frente sus contradicciones y decida, con claridad, qué espera de su democracia. Las elecciones judiciales no resolverán todos los males del país, pero tampoco son un escenario que podamos ignorar sin consecuencias. La clase política seguirá adaptando su narrativa según sus intereses, pidiéndonos participación o abstención según les convenga.
Nuestro reto no es seguir su ritmo, sino construir el nuestro. Votar o no votar no es el dilema central; lo esencial es comprender por qué tomamos esa decisión y qué queremos lograr con ella. Solo así, el acto de decidir —dentro o fuera de las urnas— podrá convertirse en una herramienta de cambio y no en una repetición del mismo teatro. “Uno tiene la responsabilidad moral de desobedecer las leyes injustas”, escribió Martin Luther King… y la injusticia es, en cualquier lugar, una amenaza para la justicia en todas partes. El proceso electoral del próximo domingo es, a todas luces, injusto…
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