El famoso caso del niño de Maneadero. Lo leí en el periódico. Y luego lo vi en ESPN. La historia es conmovedora. Un niño invidente que juega beisbol. Lo he encontrado en persona dos o tres veces y siempre sonríe, sabe que es el centro de atención. Todos, beisbolistas y quienes han sabido de él, se le acercan, lo acarician, lo toman en brazos. Ignoro qué piense un chiquillo de siete u ocho años viviendo entre la penumbra esos instantes popularidad instantánea, de atención solidaria. Tampoco sé si lograra la meta de ir a un campeonato nacional, apoyado por un diario que publica su fotografía en la plana principal a diario. Sólo deseo que quienes rodean a ese chiquillo de Maneadero tengan certezas de lo que hará en el momento inminente que no pueda jugar beisbol a causa de su condición y su imagen deje de ser atractiva para vender periódicos y contar su historia por la televisión. Y entonces, espero que Juanito se encuentre sentado en un aula escolar preparando las armas que lo lleven a enfrentar las adversidades que siempre presenta la vida fuera de los grandes encabezados periodísticos, los reflectores de la fama efímera y los campos de beisbol.
Huérfano de mundiales. Contaba con humor que le maravillaba ver a ese chiquillo de seis años tirado frente al televisor absorto en las imágenes transmitidas desde Argentina. Él era locutor y aficionado al futbol. Por eso acudía a hacer los comentarios previos, al medio tiempo y al final de los partidos de México (o mejor dicho, las goleadas contra México) en el canal local de televisión. Y su hijo, el de en medio, lo miraba con admiración desde casa mientras lo esperaba de regreso para charlar lo sucedido durante los juegos de aquella copa argentina en cuya final él prefería a la naranja holandesa, ya sin Johann, y él, su hijo, el de en medio, prefería a los chicos de Menotti, más tarde consagrados campeones en el llamado mundial de la dictadura. Cuatro años después, en España, él prefería a Alemania o a Italia, pero su hijo, el de en medio, vivía como encantado, poseído por la magia brasileña, eliminada mucho antes de la final por ese matador del área vestido de azzurri y conocido como Paolo. Ya en México él iba con los tanques teutones dirigidos por el gran Kaiser, y su hijo, el de en medio, iba con Diego, el genio que llevaba el 10 sobre la espalda entre las rayas celestes y blancas, haciendo trizas a sus adversarios hasta levantar la copa. Y fue la última. Él, gran conversador, locutor de los buenos y tocado por esa pasión que es el futbol, partió sin previa advertencia (como parten los hombres a los cuarenta y tantos cuando el corazón dice basta) apenas dos semanas antes del arranque de Italia 90, el que sería su cuarto mundial juntos, o lo que es lo mismo, su cuarta ocasión para discrepar y compartir con el futbol como pretexto. Y les cuento que los mundiales ya son otra cosa para el hijo de en medio a partir de aquel junio del 90. Desde entonces ha dividido su vida de manera práctica. Los tres mundiales con él y el resto, los siete que ha decidido seguir en soledad.
Capítulos repetidos. Los chicos se ilusionan. Dicen que ahora sí, después del juego contra Ecuador. Y unos cuantos días después, los chicos se decepcionan. Dicen que como siempre no, después del juego contra Bosnia. Y uno que ha visto la misma historia coloreada en verde cada cuatro años sólo puede entenderlos por el hecho de que apenas son unos chicos.