Por Marco Antonio Domínguez Niebla

 

Perdido (entre el golfo y la catedral). Con otros horarios y otras rutinas, se pierde eso que llaman noción del tiempo. Un miércoles es igual que un sábado y un sábado da lo mismo que un lunes o un domingo. Primero fue el vuelo y su larga escala. Luego, en un día cualquiera de los antes referidos, la llegada a ese puerto mágico vecino del Golfo con toda su historia y su calor húmedo y su malecón interminable y el café con leche de La Parroquia y los restaurantes de mariscos y carnes por todos lados y el “Pirata” Fuente y el Beto Ávila como vecinos. Y manos a la obra con los gimnastas y los peleadores de Tae y los tenistas. Pero sobre todo los gimnastas con tantas historias por contar ya debidamente contadas y captadas en imagen con la meta de oros trunca pero con el talento de Amaranta y Karla y todas las grandes junto a Natalia y Louse y Victoria y Sofía y todas las chicas que acababan con la jornada que, cualquiera que fuese el día, habían iniciado Rury y Adrián y Toñito y Korey, todos bajo la mirada y la guía de Pavel y Alfredo y el profe Yzaguirre y Miguel y Andrea y Ernesto. Y con las carreras y el viaje y los días cualquiera llegó el miércoles pensando que bien podía haber sido un lunes o un domingo o un jueves. Pero no, era un miércoles de columna, de apuntes perdidos. Y ya no estoy más en el puerto del golfo. He llegado a la ciudad de la gran catedral y el equipo de la franja y los Pericos cohabitando a unos metros entre el Cuauhtémoc y el Hermanos Serdán y los tenismesistas de oro llamados Jessica y Pablo y el montón de boxeadores finalistas y las tres selecciones de softbol apuntando a los oros que por derecho y dominio les corresponden. Sólo espero comprensión por la demora en la publicación de esta columna en viernes o sábado o quién sabe qué día sea ya.

 

Natalia y Anael. Al periodista le han dicho que la gimnasta es parecida a su hija: pequeña, inteligente y con un carisma que gana simpatías por donde quiera que pasan. El periodista ya tiene un montón de tiempo sin ver a su hija. Y cada día que pasa la paciencia se convierte en una especie de agonía. Por eso cuando el periodista mira a la gimnasta y comprueba que sí, que es tan parecida a su hija, siente que la ve ahí, como dueña de la escena, y se identifica, solidario, con los nervios de los padres de esa chiquilla talentosa que es mejor que cualquiera de su edad en salto y en piso, y también en viga y hasta en esas barras que le jugaron una mala pasada en esta ocasión. Por lo pronto, mientras trabaja lejos de casa y lejos de esa niña que es su vida y que lo acompaña en cada instante, haga lo que haga, el periodista se conforma con ver a la gimnasta virtuosa. Y, de verdad, como le recuerda a su hija.