Por Marco Antonio Domínguez Niebla
Hermanos del mismo dolor. Fue igual que en la semifinal aquella cuando las Chivas eliminaron al mejor América de la historia. El mismo peinadito, la misma mamonería a la hora de sacar las tarjetas para echar de la cancha casi siempre al hombre equivocado. Eran los tiempos de los árbitros vestidos de negro. Y así, en ese tono, sacó tarjeta roja (cuando se sacaban directo, sin doble amarilla) al Beto Outes, el mejor 9 que ha jugado de amarillo y azul, en vez de echar al barbón Cisneros, responsable de iniciar el zafarrancho. No hay que buscar más. El descontrol tuvo un solo culpable: el juez central. La peor bronca de la que se tenga memoria en el futbol mexicano se le debe a él. Las Chivas, un buen equipo a secas, eliminaba al mejor América que existió y que existirá jamás, el de todos los récords en una sola liga. Así que el 3-0 favorable al Guadalajara fue un espejismo, una irrealidad hecha posible por un árbitro protagónico e incompetente cuya huida a vestidores tenía como fondo a águilas y chivas dándose a llenar sobre la cancha del Coloso. Se contaba desde entonces que el siempre bien peinado nazareno era protegido de su suegro Arriaga, uno de esos viejos que controlaban el arbitraje mexicano. Y así, apadrinado, el uruguayo naturalizado mexicano, por esos días de 1983, se encontraba en franco ascenso a la cumbre de su ramo. En 86 todavía era muy joven. Por ello tuvo que esperar su turno en la banca mientras que el veterano Antonio R. Márquez pitaba en México 86. Su momento llegó cuatro años después. Paradojas de la vida. México sin mundial italiano por la trampa de los cachirules en 88 y su único representante resultaba ser un árbitro uruguayo. Ni recuerdo qué juegos de la primera ronda pitó. Lo que sí recuerdo es el juego que lo llevó a la final de esa copa. Fueron unos cuartos de final en los que Camerún sorprendía al mundo venciendo a Inglaterra por un gol en el alargue, hasta que “el árbitro mexicano” marcó de manera impecable un par de penales convertidos por el letal Gary Lineker. Ese fue su pasaporte a la final. De un lado los argentinos de Bilardo, campeones cuatro años antes en México, contra los alemanes de Beckenbauer, sub campeones cuatro años antes en México. Alemania, como sucederá este domingo, llegó en busca de revancha con un paso a modo de aplanadora. Argentina no. Argentina, como sucederá este domingo, llegó limosneando victorias con el portero Goycochea como protagonista de la serie de penales en la semifinal de Napolés, donde los anfitriones azzurris dijeron adiós a la copa. Del juego poco qué recordar. Alemania, como sucederá el domingo, tratando de abrir el cerrojo. Y Argentina, como sucederá el domingo, tratando de que no abrieran su cerrojo. Todo el mundo se preparaba para ver tiempos extra. El fantasma de los penales acechaba a los alemanes y sonreía a los argentinos (entonces ya especialistas en la materia), que jugaban con diez hacía casi media hora. Pero faltando menos de cinco minutos, el alemán Voller cayó dentro del área después de adelantar la pelota hasta verla salir de la cancha y el argentino Sensini simplemente clavó la pierna sobre el pasto del olímpico de Roma apagando una más de las amenazas teutonas. Fue tan claro. Todos vimos eso. Todos menos el hombre que marcó una falta tal vez nacida de las rencillas entre vecinos sureños por allá en lo más bajo del cono. Brehme cobró y Goyco esta vez no pudo atajar. Luego la expulsión a Dezotti, la amarilla a Diego y los alemanes levantando la copa. Desde entonces, como americanista despojado de un triunfo que era cosa hecha, me siento hermanado con los argentinos y con cualquiera que repudie el recuerdo del mamón ese apellidado Codesal.