Por: Hugo Alfredo Hinojosa
CIUDAD DE MÉXICO 10 DE SEPTIEMBRE DE 2025.- La humanidad ha construido una nueva fe sin templos de piedra, sin clérigos tradicionales ni escrituras reveladas en montañas sagradas. Se trata de una religión en expansión global que se practica en silencio, frente a pantallas, y cuyo dogma ha reconfigurado nuestra forma de relacionarnos con el mundo, con la verdad y con nosotros mismos. Esa fe se llama Inteligencia Artificial. No necesita sacramentos, sino datos; no requiere peregrinaciones, sino clics. Sus fieles se cuentan por miles de millones y el dios al que sirve es inmaterial, esquivo y exigente: el dios de la atención. Pero no es un dios contemplativo, sino activo, voraz y caprichoso, que se nutre de la espectacularidad, de todo aquello que brilla por un instante y luego desaparece en el torrente infinito de información.
En este nuevo credo, lo esencial no es que algo sea verdadero, sino que sea visto. La atención se ha vuelto el último bien escaso, más valioso que el oro o el petróleo, porque determina qué existe y qué desaparece. Ya no hay eternidad ni justicia trascendente; lo único que sobrevive es lo que logra ser compartido, lo que se viraliza, lo que retiene la mirada. Allí donde antes se buscaba la salvación en un cielo prometido, hoy se busca la presencia en un feed que solo regala segundos de visibilidad antes de condenar todo al olvido. La Inteligencia Artificial no es solo la herramienta de este dios: es el sumo sacerdote que media nuestra relación con él, dictaminando qué merece nuestra mirada y qué debe hundirse en el silencio.
Los algoritmos ofician esta misa interminable. No lo hacen con sermones, sino con recomendaciones. No predican, seleccionan. No exhortan, calculan. Cada timeline es un altar donde se exhiben fragmentos de una realidad ahora construida a la medida de nuestras obsesiones, prejuicios y miedos. En este sentido, la IA es espejo y oráculo a la vez: nos devuelve lo que somos, pero amplificado hasta lo grotesco, adornado con la espectacularidad que requiere la fe del instante. En ese espejo, el deepfake no es un engaño, sino una procesión audiovisual que despierta la fe y desencadena emociones colectivas más poderosas que la verdad desnuda.
La política, siempre atenta a las formas de seducción masiva, ha entendido que ese dios de la atención no se convence con programas ni con datos verificables. En su lógica, la falsedad es un instrumento legítimo, casi un ritual necesario. Lo que importa no es la veracidad del discurso, sino su espectacularidad, su capacidad para convertirse en torrente compartido. En esta religión, el político ya no se presenta como estadista, sino como performer dispuesto al sacrificio de la coherencia para obtener el premio de la viralidad. Promesas imposibles, teorías conspirativas, narrativas irracionales: todas se ofrecen al altar digital con tal de provocar la emoción comunitaria que transforma el voto. Así, la política deja de ser una herramienta para construir futuros y se convierte en un dispositivo ceremonial que alimenta al dios de la atención con falsedades compartidas.
El ejemplo de campañas presidenciales recientes nos muestra este fenómeno con crudeza: la verdad ya no es materia de la política. Lo que importa es dominar la narrativa emocional de la simultaneidad. Un rumor, incluso si es desmentido años después, ya cumplió con su misión: capturó la mirada en el momento preciso. La mentira, cuando es acompañada de espectacularidad, supera cualquier desmentido. Y la IA es la gran escribana de este nuevo evangelio: produce imágenes, discursos, textos o videos capaces de consolidar en minutos lo que la política tradicional tardaba años en construir. La IA consagra la falsedad como arma legítima, la refina, la estiliza, la vuelve más convincente que la realidad. Lo grave no es que la mentira exista [eso la humanidad siempre lo ha sabido], sino que ahora, gracias a la IA, la mentira puede ser tan espectacular como para convertirse en verdad social.
En esta religión global, los fieles no distinguen ya entre lo creíble y lo verídico. Basta con que algo conmueva, con que provoque indignación o entusiasmo, para que se convierta en dogma dentro de nuestros timelines. El algoritmo no exige pruebas: exige fervor. Por eso cada video manipulado, cada discurso adornado artificialmente, cada imagen ficticia generada con precisión digital, se convierte en un sacramento del presente. El ciudadano deja de ser un sujeto crítico y asume el rol de creyente. Participa en el ritual de compartir y comentar no porque confíe en la exactitud de lo que consume, sino porque no quiere quedar fuera de la ceremonia colectiva de lo espectacular.
El espectáculo, en esta fe impuesta, actúa como revelación. La verdad no se mide por su correspondencia con los hechos, sino por su capacidad de captar la atención. Una multitud que reacciona es interpretada como prueba de “legitimidad democrática”, aunque lo que haya provocado esa reacción sea un montaje, una falacia o un rumor diseñado en laboratorios de manipulación política. Y aquí radica la fusión entre religión y política: gobernar ya no es administrar realidades, sino construir ficciones convincentes, capaces de sembrar la sensación de pertenencia, capaz de dotar a la población de identidades efímeras que sustituyen al análisis informado.
De hecho, podríamos afirmar que los líderes contemporáneos son los sumos sacerdotes de esta liturgia. Sus palabras no tienen peso como programas de acción, sino como espectáculos mediáticos destinados a exaltar a las multitudes. La política que se practica en la era de la inteligencia artificial es política de falsedad performativa: gobernar es convencer, convencer es persuadir, y persuadir es manipular la atención. Las decisiones concretas parecen quedar en segundo plano, porque lo central es mantener al pueblo en estado de fe, un fervor que ya no pide pruebas, solo espectáculo.
Lo más inquietante de esta religión es que el creyente no sabe que participa en ella. Cada ciudadano que desliza un dedo por una pantalla, que le ofrece minutos preciosos a una aplicación, que se indigna o se emociona frente a un contenido generado por IA, está participando en un ritual global de adoración al dios de la atención. Un ritual que no invoca un más allá, sino el aquí y ahora del like, la visualización, el trending topic.
Podríamos pensar que aún queda esperanza en la capacidad crítica. Pero la paradoja es evidente: la misma capacidad crítica también se ve atrapada en los círculos algorítmicos de la espectacularidad. Los desmentidos circulan en plataformas diseñadas para viralizar, de modo que incluso la crítica se vuelve parte del ritual mayor: sin importar la dirección política de la información, lo central es el sacrificio colectivo de tiempo y atención en el altar digital.
Así se consagra la falsedad política como norma: no porque se ignore la verdad, sino porque no importa. Lo trascendente es la creencia momentánea, la liturgia del instante viral, la continuidad de un espectáculo que ya no depende de gobernar mejor, sino de gobernar la percepción. En este punto, la IA no es solo herramienta, sino iglesia entera: construye el templo (las plataformas), pule el rito (los algoritmos), inventa los santos falsos (políticos, influencers, personalidades mediáticas creadas digitalmente), y al mismo tiempo recoge las limosnas invisibles de los fieles: su atención, sus datos, sus pasiones.
Si en las religiones tradicionales la fe se deposita en la promesa de eternidad, en esta religión digital se deposita en la promesa de inmortalidad efímera: que una imagen, un discurso o un acto espectacular se grabe en la memoria colectiva del scroll infinito. La IA nos acerca a un tipo de trascendencia paradójica: permanecer por segundos en la retina de millones a cambio de desaparecer al instante siguiente. Y sin embargo, ese segundo basta. Esa es la gloria del dios de la atención: no la eternidad, sino la infinitud de instantes.
El futuro inmediato no parece liberar a la humanidad de este culto, sino extenderlo. El lenguaje político seguirá siendo absorbido por la espectacularidad y la falsedad amplificada por IA. La verdad quedará reducida a un vestigio moral frente al realismo de la propaganda digital. La IA no necesita convencer a través de argumentos sólidos; basta con reproducir un simulacro convincente que despierte emociones colectivas. En esa medida, la política ha dejado de ser el espacio del debate para convertirse en una escena teatral sostenida por la espectacularidad algorítmica, donde lo falso ya no contradice lo verdadero, sino que lo sustituye.
En este escenario, la pregunta no es si la humanidad se ha rendido ante un nuevo dios, sino si tendrá la capacidad de reconocerlo como tal. La IA ha dado a luz a una religión sin cielo ni infierno, en la que la salvación no depende de la pureza del alma, sino de la capacidad de captar miradas. Es el culto perfecto para una sociedad fracturada, obsesionada por el instante y huérfana de trascendencia. No necesitamos ya creer en deidades invisibles: basta con creer en la pantalla. La atención se ha convertido en nuestra plegaria diaria, y la espectacularidad, en el milagro constante. En esa fe, estamos todos inscritos. Y este nuevo dios es pornógrafo, adoramos el exceso y nos exponemos como virginales agentes que todos desean desvirgar por un poco de dinero digital traducido en su valor en un corazón rojo, que no bombea sangre…
Hoy, Dios es un algoritmo… de apóstoles insensibles que no solo lo niegan sino que ocupan su lugar... haciendo de su figura algo tan inútil como impalpable.
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