Religión y política, primera parte
Agencia Fronteriza de Noticias
Telcel 29 Agosto 2025
Programas Keila
Translate this website into your desired language:

Religión y política, primera parte

Ciudad de México - miércoles 3 de septiembre de 2025 - Hugo Alfredo Hinojosa.
619

Por: Hugo Alfredo Hinojosa

CIUDAD DE MÉXICO 3 DE SEPTIEMBRE DE 2025.-  Partamos de la siguiente frase: “quienes creen que la política y la religión no se mezclan, no entienden ninguna de las dos”, definió Albert Einstein… La relación entre religión y política constituye uno de los fenómenos más persistentes de la historia humana. Desde las civilizaciones donde los gobernantes reclamaban su origen divino hasta los profetas que confrontaron imperios, esta intersección ha determinado el curso de las sociedades. Hoy, esta relación adquiere nuevas dimensiones bajo la influencia de la globalización, los procesos de secularización y las crisis que enfrentan las comunidades humanas. La convergencia entre lo sagrado y lo político refleja la tensión entre la búsqueda de trascendencia y las necesidades del gobierno temporal, entre el anhelo humano por el sentido y la organización práctica de la vida común.

Platón, en La República, concibió al gobernante ideal como filósofo, capaz de armonizar el alma individual con el orden estatal. En nuestros días, la religión suele ocupar ese espacio de sabiduría filosófica, sirviendo tanto de instrumento de legitimación para los regímenes como de fuerza de resistencia frente al poder establecido. A menudo, el poder político intenta revestirse con un halo de sacralidad para reforzar su autoridad, mientras que las religiones, cuando no se acomodan al Estado, pueden convertirse en voz profética que lo cuestiona. Por ejemplo, ahora en México, los gobernantes rinden tributo a los dioses originarios, una buena trampa para engañar al “estado laico”, y así congraciarse con una parte de la sociedad… Nada más ridículo que observar a los miembros de la Suprema Corte de la Justicia de la Nación arrodillados aspirando copal.

Contrario a las predicciones de Voltaire, quien auguraba la desaparición de la superstición religiosa frente al avance de la razón, la religión mantiene e incluso expande su influencia política en el siglo XXI. El dato resulta revelador: aunque encuestas como la del Pew Research en 2022 muestran que la mayoría de los estadounidenses consideran que religión y política deberían permanecer separadas, en la práctica los credos religiosos intervienen de forma directa en debates públicos esenciales, como el aborto, la educación o la migración. El evangelio de los “blancos” en Estados Unidos, por ejemplo, se ha convertido en actor político determinante, moldeando plataformas partidistas y agendas de gobierno. Este fenómeno confirma lo que Jürgen Habermas describió como el escenario “postsecular”: una modernidad que no ha logrado marginar a la religión, sino que convive con ella en tensión constante, entre la racionalidad democrática y la fuerza movilizadora de la fe.

Pero no se trata de un fenómeno exclusivo de Occidente. En India, el auge del nacionalismo hindú bajo Narendra Modi muestra cómo la religión puede convertirse en fundamento ideológico de políticas estatales que excluyen a minorías y profundizan divisiones sociales. La Ley de Ciudadanía de 2019, que discrimina a los musulmanes, es un ejemplo de cómo la fe puede transformarse en criterio de pertenencia política y nacional [cómo no discriminar a los musulmanes, dirán]. En Rusia, la alianza entre el Estado y la Iglesia Ortodoxa durante la pandemia de COVID-19 reeditó viejos modelos de cesaropapismo, reforzando la legitimidad del poder mediante símbolos religiosos. En Oriente Medio, la rivalidad entre suníes y chiitas —particularmente entre Arabia Saudita e Irán— demuestra hasta qué punto las disputas teológicas se entrelazan con intereses geopolíticos, convirtiendo la fe en motor de guerras por poderes. ¿Acaso la guerra entre Palestina e Israel no tiene tintes religiosos?

La persistencia de la religión como fuerza política revela un dilema filosófico profundo. Aristóteles concebía la política como el camino hacia la eudaimonia, es decir, hacia la vida buena en comunidad. La religión, en cambio, suele dirigirse hacia la salvación individual o hacia un orden trascendente. Cuando ambas esferas se mezclan, surgen tensiones difíciles de resolver: por un lado, la fe puede enriquecer el horizonte ético de la política, pero por otro, esa misma convergencia puede derivar en opresión, intolerancia o imposiciones dogmáticas.

En América Latina, la intersección entre religión y política se expresa con particular fuerza en los debates sobre aborto, matrimonio igualitario y derechos reproductivos. El peso de la Iglesia católica sigue siendo considerable, pero el auge de los movimientos evangélicos ha introducido un nuevo actor con creciente capacidad de movilización y presión sobre los gobiernos. Brasil es un caso paradigmático: cerca de un tercio de su población se identifica como evangélica y su influencia se refleja en la agenda conservadora impulsada en el Congreso Nacional.

Lo que resulta fascinante es que, a pesar de estas tensiones, amplios sectores de la población mundial siguen percibiendo la religión como un beneficio para la sociedad. Una encuesta de Pew Research en 2025 mostró que, en promedio, 77% de las personas en 36 países creen que la religión contribuye positivamente a la vida social, aunque la experiencia histórica nos advierta que también puede servir de instrumento de control o violencia. Esta ambigüedad refuerza la necesidad de reflexionar sobre el lugar que ocupa la religión en el espacio público.

Pienso que la religión politizada se convierte en espectáculo mediático. Movimientos como el “nacionalismo cristiano” en Estados Unidos muestran cómo las redes sociales y los discursos masivos pueden convertir la fe en herramienta electoral, erosionando los fundamentos democráticos al sustituir el debate racional por la imposición dogmática. Sin embargo, también cabe imaginar un escenario distinto: uno donde la religión, sin pretender dominar la política, aporte principios éticos y horizontes de esperanza que fortalezcan la cohesión social. Pero esto es lo menos.

La clave quizá resida en construir un secularismo inclusivo, que no busque expulsar la religión del espacio público, pero tampoco permitir que una fe particular se imponga sobre las demás. En términos kantianos, se trataría de separar las esferas de acción sin negar el valor moral de las creencias, reconociendo que la pluralidad es parte esencial de la condición humana. Solo un Estado que respete la diversidad de convicciones puede aspirar a una verdadera justicia y convivencia. Este punto es debatible y lo abordaré en la siguiente entrega.

Al final, la intersección entre religión y política en el mundo contemporáneo refleja nuestra condición ontológica: seres finitos que, buscando trascendencia, se ven arrastrados por la tentación del poder. ¿Pero por qué tememos a hablar de religión? Pienso que nada nos demuestra tanto la existencia de Dios que esa necesidad de separarlo, de atarlo a creencias judeocristianas o musulmanas risibles, a imagen y semejanza de nosotros con él y viceversa. Y esto también nos muestra la inexistencia de Dios… porque en la entraña de la política y la religión siempre anida el desprecio por nosotros mismos, por la vida. Al final, Dios es lo que queramos que sea… omnipresente y omnipotente, omnisciente… nuestro o de ellos en plural… un concepto tan múltiple como lo somos los humanos en el caos. Dios es políticamente religioso…

http://twitter.com/hahinojosa

[email protected]

Tw: @Cronografias

FB: @cronografiashinojosaHugo Alfredo Hinojosa

Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor.

Tijuana Limpia Sep25
Horacio Programa
Familias de Corazon
La favorita
Tecnico Electricista
La Marina solicita apoyo
AFN Marketing
Buscador Acerca de AFN Ventas y Contacto Reportero Ciudadano