Al filo de la navaja
Por: Raúl Ramírez Baena*

Cada tres años los especialistas dicen que la elección que viene es la más difícil. Y así es. Hoy como nunca, el electorado se debate entre votar este 7 de junio, abstenerse de acudir a las urnas, sumarse al boicot o anular la boleta. 

A pesar de ser una elección intermedia, que teóricamente reviste menos importancia que la presidencial, no deja de tener gran importancia para el régimen porque va a pulsar el tamaño del rechazo a sus políticas, y porque el Ejecutivo tiene que asegurar una mayoría en el Congreso para aprobar las iniciativas neoliberales que considera necesarias para la segunda parte de su mandato.

Además del desproporcionado presupuesto para organizar las campañas federal y locales y financiar a los tribunales electorales, a los partidos y sus candidatos en este año ($37 mil millones de pesos según el especialista electoral Jorge Alcocer), uno de los factores que obra en contra de la motivación ciudadana para acudir a las urnas son las inútiles, costosas y engañosas campañas electorales. El bombardeo en la TV es tortuoso, es una guerra de spots en donde ganan los publicistas y mercadólogos, intentan convertir en verdad mensajes huecos, ilusiones etéreas o mentiras. 

Al comenzar un spot uno intenta adivinar de qué partido se trata, puede ser cualquiera. Hay fórmulas de publicidad: los candidatos solos o bañados de pueblo o el mensaje envuelto en gente joven, bonita, utilizando jingles, colores y movimientos que bien podrían promover un refresco, un jabón o unas galletas.

El golpe de impacto inicial de la mayoría de los spots impide de entrada que el electorado pueda identificar la corriente ideológica de que se trate. A esto habrá que agregar a chapulines que brincan de un partido a otro. Todo eso desalienta. Estamos ante el fin de la pluralidad de las ideas, ésta última, una de las razones de la democracia electoral.

Luego viene la alquimia electoral. Hay profesionales expertos en la materia, verdaderos magos ante las instancias electorales que saben negociar y aprovechar los vacíos legales. El objetivo es el reacomodo de cifras para garantizar a como dé lugar una mayoría parlamentaria con legisladores leales a los dictados del poder central, donde la minoría pueda denunciar, gritar y ganar en tribuna los debates, pero no las votaciones clave. El poder intenta mostrarnos esta práctica como el modelo de democracia y pluralidad. Formalmente hay oposición, pero la simulación y los intereses disciplinan a la mayoría y aplastan a la minoría. Eso también desalienta.

Y por fin, si el elector se decide por qué partido y/o candidato votar, sabiendo que el sufragio es un derecho y una obligación, viene el siguiente gran dilema: ¿De qué sirve que los candidatos supuestamente triunfadores lleguen al Congreso si las condiciones del país, de las comunidades y de las familias siguen igual, o peor con el paso de los años?

A pesar de las campañas y del intenso bombardeo televisivo, el ciudadano común no se identifica con el trabajo parlamentario. Ya no confía en las y los legisladores porque no relaciona las decisiones que se toman en el Congreso con sus demandas y necesidades y con el mejoramiento de su calidad de vida, observando impotente cómo en los congresos se vota por consigna y por motivaciones extralegislativas (moches, bonos, gratificaciones y cuotas de poder), y no por el interés colectivo.

El “Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México”, documento elaborado en 2014 por un prestigiado grupo de investigadores para medir el pulso ciudadano, ordenado por el Instituto Nacional Electoral, coloca a los diputados en el último lugar del “Nivel de Confianza en Instituciones y Organizaciones Políticas y Sociales a Nivel Nacional”.

Según el Latinobarómetro 2010, elaborado por la organización del mismo nombre, en México, la confianza en el Congreso en ese año era de 28 por ciento, mientras el promedio en América Latina fue de 34. Brasil tenía 44 por ciento y Uruguay 62, el más alto.

Sin embargo y a pesar de las adversidades descritas y de la irritación, desilusión y desconfianza de la gente, incluso, en el órgano electoral (que no atina a recupera la credibilidad ciudadana al no decidirse a retirar el registro al PVEM por sus reiteradas violaciones a la ley electoral, y que ha escuchado atónita la conversación privada, discriminatoria hacia los indígenas, de Lorenzo Córdova, quien indudablemente se debe ir del INE una vez terminado el proceso electoral), estoy convencido que hay que votar este 7 de junio. Mis razones:

•    El Derecho al Voto como derecho universal e inalienable costó sangre a la nación mexicana y no podemos darnos el lujo de perder este derecho fundamental. Hoy por hoy, el sufragio consciente representa una manera de recuperar el poder ciudadano. Hay que luchar por ello en las urnas. Es una forma de protesta, de premio o de castigo;

•    Debemos vencer el “voto duro”. Entre más abstención o anulación de boletas haya, más seguro es para los partidos hegemónicos tener representantes en el Congreso basados en las prácticas corporativas que se aprovechan de la necesidad de la gente para inducirla a votar por sus candidatos, lo que es un retroceso para nuestra endeble democracia, y

•    Atendiendo a los principios constitucionales de indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos, el derecho al voto necesariamente está vinculado con otros derechos. Si este derecho es violado por la autoridad o no lo ejercemos, crecen las posibilidades de perder otros derechos, sean civiles, económicos, sociales, culturales o de los Pueblos.

* Director de la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste

Esta columna no refleja la opinión de Agencia Fronteriza de Noticias, sino que corresponde al punto de vista y libre expresión del autor.